Para quienes aún no creen en el trabajo a largo plazo de los
socios del Foro de Sao Paulo (FSP), Perú es la última prueba que materializa la
estrategia sistemática ejecutada en el siglo XXI, bajo la batuta de los
dictadores Fidel (+) y su hermano Raúl
Castro, y el capo de la corrupción en Latinoamérica, el actual presidente de
Brasil Ignacio Lula da Silva, desde 1990 cuando, caído el Muro de Berlín, se
diseñó un plan para mantener viva la doctrina comunista.
En diciembre de 2022, cuando comenzó el proceso desestabilizador en
Perú, Edgar Otalvora en su informe publicado en el Diario de las Américas (Cocaleros
y Grupo de Puebla buscan desestabilizar a Perú, 17-12-2022) advertía:
“Grupos armados de organizaciones cocaleras peruanas se han sumado a los
residuos urbanos de organizaciones guerrilleras de izquierda para desencadenar
una ola de acciones violentas tras la destitución de Pedro Castillo de la
presidencia de Perú. Simultáneamente, el presidente mexicano Manuel López
Obrador está capitaneando una reacción desde el exterior en apoyo a Castillo.
La crisis peruana tiene fuerte olor a coca”.
Es la forma de hacer campaña que ahora adelantan los socios del
Foro de Sao Paulo, lo hicieron en la Argentina de Mauricio Macri y resultó
electo Alberto Fernández. En Chile los disturbios encumbraron al vago Gabriel
Boric y ganó la presidencia; en Colombia, en 2020, Gustavo Petro desató una de
las escaladas de violencia más graves en la historia democrática contra el
mandatario Iván Duque, y ganó las elecciones en 2022.
No es casualidad que, en momentos de baja popularidad, Pedro
Castillo, provocó un golpe de Estado el 7 de diciembre de 2022. El informe
Otalvora resumió el acto: “se dirigió al país anunciando un conjunto de
medidas que, en resumen, significaban un intento de Golpe de Estado.
Disolución del congreso, reestructuración del poder judicial, establecimiento
de un gobierno de “emergencia excepcional”, gobierno mediante la emisión de
decretos presidenciales, convocatoria a elecciones para un Congreso que dictaría
una nueva constitución”. La destitución
la aprobaron 110 parlamentarios de los 130,
incluyendo los de su propio partido.
Fue la señal para desatar la violencia en las regiones cocaleras fronterizas con
Bolivia y rurales desasistidas del poder
central, buscando recuperar el
tiempo perdido para aplicar lo que su gestor político, Evo Morales, en caída
libre en su país y divorciado de su delfín, Luis Arce, había propuesto desde la
llegada de Castillo. No es casualidad sus críticas y la prohibición de su entrada
a Perú (y a ocho de sus partidarios) decretada por el gobierno de la
presidente, Dina Boluarte, el 10 de enero de 2023.
Castillo fue detenido luego de su intento de golpe de Estado,
acusado de rebelión y conspiración, además es investigado por corrupción. En su
defensa dijo que no sabía el contenido del discurso que leyó y que fue
drogado antes del acto. Ya antes de este hecho, se había salvado dos veces de
su destitución por incapacidad moral.
Luego de la destitución, la reacción de los jinetes del Grupo de
Puebla (son los mismos del FSP) iniciaron su escalada diplomática.
México, Bolivia, Argentina y Colombia
consideraron que el acto era una violación de los derechos humanos de
Castillo, por cuanto su elección era democrática y popular. Luego de un
intercambio de comunicaciones y llamados de sus embajadores, el gobierno de
Boluarte decidió congelar sus relaciones con México, el más ambicioso por
liderar la izquierda continental.
Lo contradictorio es que estos jinetes de la izquierda utilizan su
la institucionalidad democrática a su conveniencia y hacen caso omiso a las
decisiones que los afectan como ocurre con los casos Nicaragua, Venezuela y
Cuba. El Alba reunida en La Habana (14-12-2022), también hizo lo suyo. Las tres
dictaduras del continente, Miguel Díaz-Canel, Maduro y Daniel Ortega tuvieron
el caradurismo de criticar la destitución por considerarla una trampa de la
oposición. Estos cuestionados
personajes, violadores de los principios democráticos, están acusados de
genocidio y violación de los derechos humanos. Sin embargo, piden justicia.
En América, los políticos demócratas no hacen nada a
sabiendas de las andanzas de los socios del FSP. Han experimentado sus actos
violentos, saben de su ascendencia en la opinión pública con discursos populistas
explotadores del resentimiento y la desigualdad, conocen la corrupción (la del
Lava Jato liderada por Lula da Silva y
la constructora Odebrecht que salpicó a varios mandatarios regionales, mientras
él salía por la puerta grande para ganar la presidencia con una diferencia
menor al 2%), comprenden que el propósito de su llegada al poder y la
modificación de la constitución es para monopolizarlo a costa de la violación
de los principios democráticos y los derechos humanos, como ocurren en Venezuela,
Nicaragua, Cuba y México.
Los daños sociales y económicos parecen no importar. La impunidad
los cobija porque dominan los grupos de derechos humanos, el sistema educativo,
las instituciones judiciales y los movimientos civiles representativos de
diferentes asuntos relacionados con la desigualdad, exclusión social y
ambientales. Trabajan de manera articulada en Europa y América, mientras el
otro bando se duerme en “los laureles” de la democracia liberal y el
capitalismo, siendo estas las mejores
experiencias vividas por la humanidad, creyendo que la confrontación con el
comunismo había muerto, tal como lo planteo Francis Fukuyama en su obra El fin
de la historia.
Con su sombrero de duende y su escaso conocimiento de la política,
Pedro Castillo se convirtió en otro peón del FSP. La precariedad de su victoria
(menos del 2%), su mediocre gestión y las denuncias de corrupción en su contra,
hacían prever que los objetivos de sus socios no se iban a alcanzar. Por
eso declara el golpe de Estado y se activa el plan de desestabilización del
país, apoyado desde el exterior por sus colegas del Foro (ahora disfrazados con
el nombre de Grupo de Puebla), Alejandro López Obrador (México), Petro
(Colombia), Fernández (Argentina) y Arce (Bolivia).
En organismos como la Celac y la Organización de Estados
Americanos (OEA), la tenaza diplomática pide investigar las causas de
las 65 muertes ocurridas hasta el momento, culpando el exceso de fuerza de los
cuerpos de seguridad y militares peruanos; pero nadie pide precisar a los
responsables que organizan y ordenan las marchas, bloqueos y la destrucción
Castillo llega al poder en 2021 de la mano de un agente de la
dictadura cubana, Vladimir Cerrón, y con la asesoría de Evo Morales; ambos
empeñados en establecer una alianza cocalera entre Perú y Bolivia. Sin
embargo, él se distanció de sus dos impulsores, pero falló en la construcción
de una plataforma con los partidos que componen el ajedrez político peruano.
Tras la amenaza de destitución, en dos oportunidades, tomó el camino más corto
para mantenerse vivo utilizando, en este caso, la violencia.
Es el mismo guion de Chile (2019) Colombia (2021),
Ecuador (2019) y Panamá (2022). En todas se denunciaron injerencias de grupos
armados apoyados por el régimen de Nicolás Maduro y otras organizaciones
comunistas de la región, pero las condenas fueron a los gobiernos y sus fuerzas
de seguridad. Ahora Perú enfrenta la misma experiencia, sólo que en esta nación
las instituciones no han flaqueado y a la violencia de los manifestantes le
están respondiendo con fuerza.
Algunos analistas señalan que esta izquierda también ha
demostrado que cede el poder. Ha ocurrido en Argentina cuando el kirchnerismo perdió con
Mauricio Macri, en Brasil cuando ganó Jair Bolsonaro y en Ecuador cuando Rafael
Correa entregó la presidencia a un Lenín Moreno, quien luego se le volteó
cuando se dio cuenta de la deuda y la corrupción dejada por su antecesor. Si
bien estas experiencias son ciertas, el daño institucional y económico causado
no se ha evaluado. Las victorias paupérrimas de Lula en Brasil y Castillo en
Perú con menos del 2% también reflejan la precariedad de sus liderazgos.
Lo criticable de esta estrategia destructiva es que provoca
pérdidas materiales y espirituales que en nada favorecen a estos empobrecidos
países, dejando de avanzar en el mejoramiento de sus condiciones de vida,
porque este grupo de usurpadores del poder, solo encuentra respuestas en
desfasadas teorías que ya demostraron históricamente su inviabilidad.
En las dos décadas del siglo XXI, la izquierda demostró su
incapacidad para gerenciar la “cosa pública”, malgastó la bonanza de las materias primas y centró
sus propuestas en la explotación del resentimiento y las desigualdades, sin dar
soluciones efectivas a los
desfavorecidos sectores de sus sociedades. Prueba de este planteamiento son
Cuba, Nicaragua y Venezuela, así como
los daños ocasionados en Colombia, Ecuador, Chile y ahora Perú.
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